Las encuestas recientes, en toda Latinoamérica, lo confirman: las personas tenemos a valorar de forma más
positiva, y con mayor optimismo, nuestra situación personal y entorno más cercanos (lo que se conoce como nuestro «primer metro cuadrado») que el escenario nacional y global. ¿A qué se debe esta disonancia cognitiva? ¿Por qué creemos que individualmente estamos y estaremos mejor que a nivel colectivo y como país? ¿Cómo se explica que haya un optimismo individual y un pesimismo social? Estas podrían ser algunas de las claves que lo explican.
- El sesgo de optimismo. Una primera
explicación desde la neurociencia podemos encontrarla en el propio «sesgo del optimismo». Tali Sharot lo define como «la tendencia a sobreestimar la probabilidad de experimentar situaciones positivas y subestimar las posibilidades de experimentar situaciones negativas». Somos optimistas por naturaleza, pero sólo cuando se trata de nosotros mismos. El optimismo, entonces, es personal, no colectivo ni social. Además, el sesgo nos serena emocionalmente ya que nos tranquiliza y nos compensa por el esfuerzo diario de sobreponernos a las adversidades y luchar por nuestro destino personal y familiar. - La valoración tiene que ver con las
expectativas políticas. Las expectativas sobre la situación individual permanecen relativamente estables a lo largo de los años, tal como muestran Max Roser y Mohamed Nagdy con una serie longitudinal del Eurobarómetro, por ejemplo.
Pero, en cambio, la opinión y la perspectiva sobre la situación nacional suelen estar más influenciadas por la identificación
con el partido gobernante y, sobre todo, por la información que existe sobre la situación del país en cuestión. Así, la incertidumbre actual y la recesión que vaticinan todos los informes económicos—incluido el de la CEPAL, que habla de «desaceleración»— podrían explicar el ensanchamiento de la brecha que ponen de manifiesto las últimas encuestas en Latinoamérica. - El catastrofismo hegemoniza la
agenda pública y la publicada. Los medios de comunicación, en su papel de creadores de sentido, alimentan también este pesimismo con su tendencia al catastrofismo. La sobreexposición a las malas no-
ticias—que puede devenir en doomscrolling, esto es el consumo patológico de información negativa— acaba generando un juicio negativo que, en ocasiones, puede ser exagerado. Ante ello, cada vez es
más frecuente leer otros análisis que
muestran, con datos empíricos que el
mundo no está tan mal sino incluso mucho mejor, como el libro Factfulness
(2018) de Hans Rosling. - El sistema está roto y la confianza
en el futuro está seriamente cuestionada.
La percepción generalizada de que el sistema está roto, como concluye un reciente estudio de Ipsos (En promedio, el 56% está de acuerdo en que la sociedad de su país está rota y el 57% está de acuerdo en
que su país está en declive), es otra de las
razones que ayudan a explicar la caída
de las expectativas en relación con el pa-
pel de las instituciones, que genera cada
vez mayor recelo y desconfianza. Así, la
crisis de la democracia es un problema
de confianza y también de expectativas.
La confianza, como destaca un informe
del BID reciente, es clave para la cohesión
y el crecimiento y, a pesar de su relevan-
cia, es uno de los problemas que menos
se está abordando. «La desconfianza re-
duce el crecimiento y la innovación: la
inversión, la iniciativa empresarial y el
empleo florecen cuando las empresas y
el gobierno, los trabajadores y los emple-
adores, los bancos y prestatarios, así como
los consumidores y productores confían
unos en otros». - El yo como refugio frente a la in-
certidumbre. A estas razones, hay que
sumar la individualización de la sociedad
(nueve de cada diez latinoamericanos
manifiesta desconfiar del prójimo). Crece
en toda la región la convicción de que,
frente a los límites cohesionadores y ga-
rantistas de progreso y estabilidad que
debe asegurar el Estado, la mejor opción
personal para transitar hacia el futuro es
el individualismo presentista.
¿Hay alternativa?
La política democrática tiene por de-
lante un difícil reto. Recuperar esa em-
patía y la confianza en lo común, mejorar
la perspectiva de futuro y combatir una
negatividad que, para algunos sectores,
resulta más rentable electoralmente es
un objetivo central. La tentación de los
atajos populista y autoritarios encuentra
un caldo de cultivo peligroso. Más allá
de cuestiones identitarias o ideológicas,
poner el foco en el nosotros como motor
de progreso y superación, como estímulo
y camino para reconectar con ciertos va-
lores, que se mantienen fuertes en el pla-
no personal, debería ser el centro de cual-
quier hoja de ruta.
Jeremy Rifkin en su último libro La
era de la resiliencia habla también de la
transición a un nuevo tiempo, donde tie-
nen cabida la empatía y la esperanza. El
motivo por el que considera que hay es-
peranza es que «en todos los desastres
climáticos la gente acude al rescate de
otras personas. En cierto grado, el cambio
climático nos está acercando por la em-
patía», señala.
El optimismo moviliza. El pesimismo,
también. Y las nuevas generaciones pue-
den hacer decantar la balanza. Recono-
cernos unos a otros en causas transver-
sales que requieren energía y conviccio-
nes y compartir espacios reales de acción
y motivación puede ser un primer paso
para avanzar hacia un horizonte colec-
tivo. Un itinerario donde la primera per-
sona del plural sea la mejor declinación
política y vuelva a tener sentido para la
mayoría, generar orgullo y seguridad
compartida, y sentimiento de pertenen-
cia. La tarea política democrática más
transcendental sigue siendo la construc-
ción, la ampliación, y el progreso colectivo.