Los orígenes de la doctrina cristiana: explorando sus raíces

La filosofía medieval es una etapa fascinante de la historia del pensamiento, en la que se produjo un intenso debate entre la razón y la fe, entre la herencia de la antigüedad clásica y la revelación cristiana, entre las distintas tradiciones culturales y religiosas que convivieron en Europa, el Mediterráneo y el Oriente Medio. Durante más de mil años, desde el siglo V hasta el XV, los filósofos medievales se esforzaron por comprender el sentido de la existencia humana, el origen y el destino del universo, la naturaleza y los atributos de Dios, las relaciones entre el cuerpo y el alma, la moral y la política, la ciencia y la teología.

El libro Filosofía Medieval, coordinado por Rodrigo Menchón y publicado por Pinolia, es una obra imprescindible para acercarse a este periodo tan rico y complejo de la filosofía. En sus páginas se encuentran los principales autores y corrientes de pensamiento que marcaron el desarrollo de la filosofía medieval, tanto en el ámbito cristiano como en el musulmán y el judío. El libro ofrece una visión panorámica y a la vez profunda de las ideas que configuraron la cultura y la sociedad europea occidental sobre dos pilares fundamentales: Aristóteles y la religión.

Te descubrimos en exclusiva el primer capítulo del libro. 

Orígenes de la doctrina cristiana, escrito por Raúl González Salinero

Estrechamente vinculado al grupo apocalíptico dirigido por Juan el Bautista —predicador que se sintió divinamente inspirado al exhortar al pueblo de Israel a que se preparara ante la inminente manifestación de Dios—, Jesús de Nazaret fue un judío piadoso cuyo profundo sentimiento religioso —propio de los visionarios apocalípticos de la época— sedujo a un considerable número de seguidores. De hecho, él mismo se presentó y fue considerado por sus adeptos como el mesías/rey davídico de Israel que habría de liberar al pueblo judío del yugo romano (Lc 24,21; Hch 1,6). Su predicación acerca de la inminente llegada del «reino de Dios» tuvo inequívocas implicaciones de carácter religioso (escatológico y mesiánico) y político (nacionalista) a un mismo tiempo, razón por la que fue vista como un acto subversivo equiparable a un crimen de lesa majestad (laesa maiestas populi romani). Las autoridades romanas percibieron, tanto en su ideología «liberadora» como en sus movimientos proclives a la sedición, una peligrosa amenaza al orden establecido. De ahí que, conforme al procedimiento legal romano, le aplicaran la pena de muerte más infamante (mors aggravata) reservada a los insurgentes: la crucifixión.

Salvo algunas trazas ineludibles procedentes de la primera tradición judeocristiana que se había hecho eco de las genuinas enseñanzas del maestro, los escritos neotestamentarios —principal fuente histórica de que disponemos— quedaron impregnados del pensamiento paulino que estaba encaminado a despojar a la fi gura de Jesús de todo rastro de mesianismo propiamente judío. La corriente inaugurada por Pablo de Tarso, predominante ya en las principales comunidades cristianas a fi nales del siglo I e. c., impulsó de forma decisiva un irreversible proceso de «despolitización» y «desjudaización» del Jesús histórico mediante su hibridación con ciertos elementos de la literatura greco-oriental procedentes de las religiones mistéricas. La predicación del nazareno, profundamente enraizada en el mundo religioso judío y caracterizada por su reivindicación sociopolítica, fue transformada por el pensamiento paulino en un mensaje de tendencia «universalista» cada vez más alejado de su primigenio contexto histórico. Se pasó así del Jesús histórico al mito del Cristo de la fe. 

La aceptación del sistema sociopolítico romano. Tras el triunfo de la «tergiversación» paulina, la inmensa mayoría de las comunidades cristianas se mostró siempre favorable a las estructuras de poder y aceptó el sistema sociopolítico imperante en el mundo romano. Con la apologética de los siglos II y III, integrada por pensadores cristianos de formación filosófica griega, asistimos a la definitiva reafirmación eclesiástica de esta ideología sumisa y conformista. Dado que los seguidores del Cristo no aspiraban a un reino terrenal, sino celestial, en los textos apologéticos podemos encontrar con frecuencia elocuentes declaraciones de obediencia a las autoridades y al orden social establecido. En una de sus epístolas, Pablo conminó a que «todos se sometan a las autoridades constituidas, pues no hay autoridad que no provenga de Dios, y las que existen, por Dios han sido constituidas. De modo que, quien se opone a la autoridad, se rebela contra el orden divino, y los rebeldes se atraerán sobre sí mismos la condenación » (Rm 13, 1-2). En su plegaria a favor del poder imperial, Clemente de Roma siguió esta misma línea de pensamiento (I Epístola a los Corintios, 61, 1). 

Colisión ideológica y la cultura del martirio

Ahora bien, ninguna acomodación a la estructura sociopolítica imperial podía anteponerse al hecho de que los cristianos eran seguidores de un «sedicioso» ajusticiado por la autoridad romana, ni al intransigente rechazo que estos preconizaban del mundo religioso politeísta. Si bien es cierto que los círculos intelectuales paganos habían llegado a concebir la idea de una divinidad única definida filosóficamente como una entidad superior en términos flexibles de racionalidad universal, no era aceptable la expresión de un monoteísmo exclusivo y excluyente que atentara contra otras creencias que poseían sus propias teogonías. La concepción cristiana de la divinidad exigía una actitud intolerante hacia el universo «idolátrico» del paganismo. Sus idola no eran más que malignos daemones que había que destruir. Estos principios excluyentes que atentaban contra la «concordia religiosa» predominante en el mundo romano fueron considerados incompatibles con el orden establecido. En consecuencia, las persecuciones contra los cristianos deben ser entendidas como un procedimiento extremo encaminado a la defensa de los valores fundamentales en los que se asentaba la civilización grecorromana.

Estrechamente unida al emergente concepto de «ortodoxia», la construcción ideológica del «martirio cristiano» a partir del relato desfigurado —y en la mayoría de los casos inventado— de los procesos judiciales contra los cristianos, dio lugar a un género literario de enorme carga retórica encaminado a ensalzar el sacrificio testimonial (martyrium) como medio de fortalecimiento y difusión de una doctrina cristiana sustentada cada vez más por la sublime idea del «sufrimiento salvífico». 

Gran parte de la doctrina defendida por los cristianos colisionaba con las concepciones y valores ideológicos aceptados por la tradición cultural grecorromana. Un dios único y excluyente hecho hombre y crucificado, o la resurrección de la carne, fueron algunas de las ideas que suscitaron perplejidad e incluso hilaridad entre los paganos, como pudo comprobar Pablo de Tarso en el Areópago. La religión cristiana nacía de una revelación de la propia divinidad y, por tanto, su fundamento y veracidad se remitían en última instancia a un principio que no obedecía a la razón ni admitía discusión alguna. La pretendida posesión de la verdad confería al cristianismo, según sus seguidores, una enorme superioridad sobre cualquier otra religión o escuela filosófica. La primera reacción pagana vino de la mano de algunos intelectuales de los siglos II y III como Frontón, Celso y Porfirio, quienes comenzaron a desvelar las incongruencias y contrasentidos presentes en la nueva doctrina. Precisamente su novedad generaba gran desconfianza en el mundo pagano, para el que, sin tradición, ninguna creencia religiosa podía ser digna de respeto. De ahí que los autores cristianos trataran de demostrar que contaban con la enorme antigüedad de los escritos judíos que ellos habían asumido como propios, al tiempo que se distanciaban de la religión judía argumentando que su legado había pasado, por designio divino, al verus Israel (la Iglesia), dado que los judíos habían abandonado la senda correcta. Se dio inicio así al desarrollo de una dilatada polémica cristiana antijudía (adversus Iudaeos). La interpretación de la Biblia hebrea a la luz de los escritos neotestamentarios, utilizando tanto la exégesis alegórica como la tipológica, posibilitará la adecuación del legado escriturario judío a los intereses de la nueva doctrina, al mismo tiempo que propiciará una separación definitiva e irreversible de ambas tradiciones. Hacia mediados del siglo II las iglesias cristianas disponían ya de un corpus escriturario propio que, conocido como Nuevo Testamento, reemplazaría al de la vieja alianza. La lista más antigua conocida de libros que, no sin grandes vacilaciones, pasaron a formar parte del canon neotestamentario recibe el nombre de Canon de Muratori, que es el que reconoció la iglesia de Roma hacia el año 200.

Aproximación al Neoplatonismo

Con el triunfo de la corriente paulina, los cristianos admitieron la posibilidad de que los gentiles pudieran acceder a la verdad cristiana. Así se explican ciertas concordancias doctrinales de la teodicea y ética cristianas con el platonismo y el estoicismo. El proselitismo desplegado en ámbitos paganos forzó a los cristianos a hacerse entender, viéndose obligados desde un primer momento a buscar formas de aproximación por medio de conceptos afines o conocidos para los destinatarios de su predicación. Los autores cristianos tomaron prestados algunos géneros literarios clásicos para construir su propio discurso, e incluso adoptaron ciertas ideas presentes ya en escuelas filosóficas que gozaban de enorme prestigio en el mundo grecorromano. El furibundo ataque al politeísmo —degradando a los dioses paganos a la categoría de perversos daemones y condenando el culto a las imágenes como perniciosa idolatría— no ocultó el deseo de aproximación a las teorías neoplatónicas. Según denunciaron los apologistas, mientras que de los dioses paganos se conocía su nacimiento y genealogía, el Dios de los cristianos era eterno porque carecía de principio. Con pensadores como Plotino (204-270) y su discípulo Porfirio (234-301), el neoplatonismo se convirtió en un sistema monista en el orden filosófico, y monoteísta en lo religioso. La realidad suprema fue concebida como el Uno que, a su vez, comprendía la Bondad y la Belleza. El Uno, Dios trascendente, se manifestaba y actuaba a través del Demiurgo para crear y gobernar el mundo por medio de otros poderes subordinados como los dioses, los ángeles y los daemones, que encontraban así una justificación compatible con la unidad fundamental de la fuerza divina. A partir del siglo II se puede detectar ya un claro intento de síntesis entre la filosofía griega y el cristianismo. Ese esfuerzo provino en primer lugar del apologista Justino: si la filosofía estoica, por ejemplo, era perniciosa por su panteísmo y materialismo, no por ello dejaba de ofrecer una ética encomiable. Y lo mismo podía afirmarse del platonismo. En esta misma dirección avanzaron Clemente y Orígenes, heredero este último del método alegórico utilizado por Filón de Alejandría. Poseedor de una excelente formación en filosofía griega e influido por el platonismo de su época, Orígenes elaboró una ingente obra teológica que es una compleja síntesis de cristianismo y cultura clásica. 

Frente a la opción integradora, había otras formas de pensamiento cristiano que eran completamente contrarias a cualquier tipo de contacto con la cultura clásica. Taciano, paradójicamente discípulo de Justino, elaboró un Discurso a los griegos en el que desarrollaba un duro ataque a la paideia griega, que no podría haber construido sin la formación clásica que tan profundamente detestaba. El apologista Tertuliano, brillante jurista norteafricano, conocedor de Platón, de Aristóteles, del estoicismo y seguidor del discurso retórico de la segunda sofística, se negaba a definir al cristianismo conforme a los principios de la razón, a pesar de que usara los métodos de argumentación que había aprendido de la tradición clásica para defender y propagar la verdad cristiana.

Gnosticismo y Arrianismo

El gnosticismo es un movimiento intelectual y religioso que adquirió gran relevancia en los siglos II y III e. c. gracias a su convergencia con el cristianismo. Aunque por su carácter sincrético no constituía un sistema de pensamiento unitario, el gnosticismo tuvo como elemento común la creencia en un conocimiento o gnosis superior reservado solo a una élite que supuestamente había recibido la inspiración o revelación de un Salvador que, en la expresión gnóstica cristiana, se identificaba con el Cristo. Por medio de esta figura de origen divino, en la que confluían diversas influencias platónicas, bíblicas y orientales, los gnósticos aspiraban a la liberación del alma aprisionada por la materia con el fin de conducirla a la esfera sublime del conocimiento. 

El arrianismo —cuyo nombre deriva de Arrio (256-336), un presbítero de la comunidad alejandrina— fue una doctrina del cristianismo surgida tras la tolerancia religiosa decretada por Constantino y Licinio en el año 313. Dicha doctrina comprometía gravemente el dogma de la trinidad al afirmar la inferioridad ontológica de la naturaleza de la persona del «Cristo» con respecto a la naturaleza divina de Dios-Padre. Defendía la unicidad de Dios afirmando que el Hijo —y, en consecuencia, también el «Espíritu Santo»— tuvo un principio. Al ser una creación del Padre, el Hijo habría de ser necesariamente posterior a su progenitor, lo que cuestionaba su propia naturaleza divina, ya que su «eternidad» resultaba inasumible en tanto que criatura del Padre. Tras acaloradas discusiones, el concilio se mostró contrario a esta doctrina y estableció una fórmula a partir de la cual se definió la ortodoxia: el Hijo fue considerado consustancial al Padre, siendo engendrado —no creado— y de la misma naturaleza divina. Algunos obispos orientales denunciaron la aparente contradicción de estas afirmaciones y propusieron la alternativa de sustituir la idea de que Padre e Hijo fueran de la «misma sustancia» (homoousios) por la de «sustancia similar» (homoiousios), propuesta que suscitaría renovados debates, propiciando así un virulento conflicto que mantuvo dividida a la Iglesia a lo largo de todo el siglo IV, cuyos rescoldos perduraron en los siglos posteriores.

La irrupción del Monacato

Surgido a finales del siglo III en Egipto a partir de la anachóresis o huida al campo para liberarse de la presión fiscal ejercida sobre las ciudades y encontrar al mismo tiempo una vía de escape espiritual por medio de la cual aplicar de forma rigurosa la doctrina cristiana, el monacato adquirió gran fuerza a partir de mediados del siglo IV como una forma de protesta contra la mundanidad de la vida eclesiástica. Impulsados por la práctica del ascetismo y la búsqueda del sacrificio a imitación de los antiguos mártires cristianos (propositum sanctitatis), muchos clérigos abandonaron las ciudades para regresar después a ellas, convertidos ya en monjes fervorosos, con la firme intención de destruir los templos «paganos». A ello se refiere Libanio en Pro templis (En defensa de los templos), un discurso que el rétor pagano dirigió hacia el año 386 al emperador Teodosio I, reclamando la misma tolerancia religiosa que los antiguos cristianos habían exigido en tiempo de persecuciones. 

HISTORIA

¿De verdad existió Jesús de Nazaret?

Luis Cortés Briñol

Nacido en origen como movimiento sectario en el ámbito cultural del judaísmo al cambio de era —en el que se incardinaba el pensamiento apocalíptico de tendencia nacionalista de Jesús de Nazaret—, el cristianismo de expresión paulina recibió fuertes influencias «aperturistas» procedentes del neoplatonismo y de las religiones mistéricas greco-orientales que lo alejaron progresivamente de sus primitivas raíces hasta el punto de incorporar a su incipiente doctrina una clara ideología antijudía. Si para confutar las críticas del paganismo los cristianos podían presentar la Biblia hebrea —de la que se habían apropiado como expresión del legado recibido— como prueba de la antigüedad de su doctrina, el corpus de escritos neotestamentarios sirvió no solo para marcar distancias con el judaísmo sino también para instaurar el concepto de «ortodoxia» frente a otras corrientes cristianas diferentes a la paulina como, por ejemplo, el gnosticismo, el marcionismo o el montanismo. La adaptación del cristianismo a las estructuras sociopolíticas romanas —tal y como evidencian los apologistas, muchos de ellos proclives a la cultura clásica— no afectó a su monoteísmo antagónico y excluyente —de clara tendencia neoplatónica—, lo que provocó la reacción adversa de las autoridades imperiales, dando así lugar a intermitentes acciones persecutorias contra los seguidores de la nueva religión. La narración —en la mayoría de los casos fabulosa— de los procesos judiciales contra los cristianos favoreció la proliferación de una literatura martirial que fue empleada como eficaz instrumento proselitista. Ahora bien, las controversias teológicas surgidas a partir del siglo IV principalmente entre arrianos y católicos en torno al dogma trinitario abrirán una época de enorme inestabilidad en la Iglesia —ya plenamente institucionalizada— caracterizada por la aparición de nuevas «expresiones doctrinales », consideradas ahora ya como «herejías». Precisamente en estos mismos momentos surgió con fuerza el ascetismo cristiano como huida espiritual del mundo material y de las estructuras del poder eclesiástico, dando origen al fenómeno del monacato que tanto desarrollo e influencia tendrá en Occidente a lo largo de toda la Edad Media