¿El Brasil de Lula es ‘antiestadounidense’?

Por Vanessa Barbara
Barbara

SÃO PAULO, Brasil — Durante el gobierno de Jair Bolsonaro, Brasil era un paria internacional. No son mis palabras, sino las del ministro de Relaciones Exteriores: al parecer, era “bueno ser un marginado”. No extraño a esa gente.

Cuando Luiz Inácio Lula da Silva asumió la presidencia en enero, después de derrotar a Bolsonaro, la mayoría esperaba que regresara a Brasil a la corriente internacional dominante. Las primeras señales fueron buenas: en noviembre, incluso antes de asumir la presidencia, Lula viajó a la Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático (la COP27) en Egipto y realizó una visita amistosa a Estados Unidos en febrero. Después, Lula comenzó a salirse del guion. En cuestión de unas cuantas semanas frenéticas, se esforzó por iniciar conversaciones de paz en Ucrania, criticó la supremacía del dólar estadounidense, viajó a China y recibió al ministro ruso de Asuntos Exteriores.

Muchos en Occidente se indignaron, un comentarista lo acusó de ofrecer “apoyo político a déspotas antiestadounidenses”. Es un punto de vista tentador, sobre todo cuando Lula —como hizo en China— considera que Rusia y Ucrania son responsables en partes iguales de la guerra. Pero, en cualquier caso, está equivocado. En conjunto, los movimientos de Lula no son tanto un intento de frustrar a Occidente, sino una estrategia para promover los intereses nacionales de Brasil, así como su compromiso de aliviar la pobreza y el hambre en el sur global. Alineado a la historia de multilateralismo del país, y sensible a sus necesidades, Lula está trazando su propio rumbo.

China es el actor preponderante. La visita de Lula a Pekín en abril, donde se reunió con el presidente Xi Jinping entre una gran algarabía, disgustó a más de uno. Pero la visita, luego de las de Argentina y Uruguay, era de esperarse. Después de todo, China es el principal socio comercial de Brasil, al que importa enormes cantidades de mineral de hierro, soya y, cada vez más, carne. Por su parte, Brasil importa de China casi todo, desde pesticidas y semiconductores hasta las brillantes baratijas y artilugios que llenan nuestras tiendas de todo por un dólar.

Los intereses económicos por sí mismos podrían explicar el viaje. Pero el propio Lula dejó claro que la visita había tenido otros motivos. “Tenemos intereses políticos”, declaró, “y estamos interesados en construir una nueva geopolítica de tal modo que podamos cambiar la gobernanza del mundo”. El comentario coincidía con una obsesión anterior de Lula, cuando fue presidente de 2003 a 2010, de hacer tambalear el dominio occidental percibido de instituciones internacionales como la Organización Mundial del Comercio y garantizar una mayor representación de los países en desarrollo en las Naciones Unidas. En este proyecto, China es un claro aliado.

El itinerario de Lula mostró la importancia de esa preocupación. Antes que nada, su primera escala fue para asistir a la toma de posesión de su sucesora al gobierno de Brasil en 2011, Dilma Rousseff, como presidenta del Nuevo Banco de Desarrollo de Shanghái. Este banco, conocido popularmente como el “banco de los BRICS” —acrónimo de las economías emergentes de Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica— pretende actuar como contrapeso de las naciones ricas del norte global. En su discurso de acompañamiento, Lula afirmó que podría “liberar a los países emergentes de la sumisión a las instituciones financieras tradicionales que pretenden gobernarnos”, en una fuerte crítica al Fondo Monetario Internacional.

Este es el meollo del asunto. Para muchos líderes de países en desarrollo, el sistema financiero mundial —supervisado por el FMI y el Banco Mundial y administrado en dólares estadounidenses— sirve para exprimir a las naciones más pobres, encerrándolas en programas de pago de deudas e impidiendo la inversión en infraestructura y programas de bienestar. En la ceremonia del Nuevo Banco de Desarrollo, Lula dijo que se pregunta “todas las noches” por qué todos los países están obligados a comerciar en dólares. Aunque suena como una receta para dormir mal, la preocupación no es irracional en sí misma.

Fue mucho más preocupante la vía libre que Lula pareció otorgarle a China. Una cosa es proclamar, como hizo tras una visita al centro de investigación de Huawei en Shanghái, que “no tenemos prejuicios en nuestra relación con los chinos” y otra muy distinta es declarar que Taiwán no es un Estado independiente sin decir nada sobre las violaciones a los derechos humanos o la vigilancia gubernamental. Este silencio demuestra que el enfoque de Lula, descrito en términos generales como un retorno al “pragmatismo”, tiene sus costos morales.
No obstante, Lula también se inspira en la tradición brasileña de política exterior, basada en los principios del multilateralismo, la no intervención y la resolución pacífica de los conflictos. Eso es lo que subyace a su negativa a venderle armas a Ucrania y sus esfuerzos por convocar un “club de la paz” de naciones neutrales para mediar en las negociaciones entre Ucrania y Rusia.

Claro está que es deseable un final justo para la brutal guerra de Ucrania, pero Lula ha manifestado su meta de manera extraña. Acusó a Estados Unidos de “estimular la guerra” y a la Unión Europea de no hablar sobre la paz, e incluso dijo que “los dos países decidieron ir a la guerra”, lo cual da a entender que Ucrania también es culpable del conflicto. Antes, en abril, sugirió que Ucrania podría entregar Crimea y poner fin a la guerra.

Este tipo de comentarios no pasaron inadvertidos. El ministro ruso de Asuntos Exteriores, en una visita por Latinoamérica que, de manera polémica, incluyó a Brasil, manifestó su gratitud. Otros se mostraron menos complacidos. Un funcionario estadounidense acusó a Lula de “repetir como un loro la propaganda rusa y china”, mientras que un vocero estadounidense reiteró que Rusia era el único culpable. El vocero del Ministerio de Relaciones Exteriores de Ucrania, aunque fue diplomático, hizo evidente su descontento.

Ante los reclamos, Lula se moderó, y enfatizó que su gobierno “condena la violación de la integridad territorial de Ucrania”. A pesar de ello, siguió abogando por “una solución política negociada” a la guerra y reiteró su preocupación “por las consecuencias mundiales de este conflicto”. No hay motivos para pensar que no fuera sincero. Lula parece dispuesto a renunciar a la buena voluntad de sus amigos democráticos de Occidente a cambio de la seguridad alimentaria, la paz y el desarrollo sostenible, en Brasil y en todo el mundo.

Brasil ha dejado de ser un paria para convertirse en un pragmático.

Publicado en The New York Times