
Eduardo Claure
La estructura corporal de los miembros de ciertas especies parásitas es más compleja en las primeras que en las últimas etapas de la historia de su vida. Se establece en una simplicidad final. ¿No podríamos considerar esto como una contradicción de la idea, generalmente aceptada, de que la ruta de la evolución va de lo simple a lo complejo y no a la inversa? Pero la observación del mismo fenómeno en otras esferas prueba que la desaparición de una complejidad temprana en una parte es concomitante con una expansión posterior de la complejidad en el todo. A medida que la criatura viviente crece y se organizan plenamente sus miembros, muchas combinaciones complicadas se borran de sus partes, pues su cuerpo entero se ha vuelto más complejo y ya no necesita de las complejidades parciales. Lo que aquí tenemos es un desarrollo de una generalidad simple a una generalidad compleja por vía de eliminación de la complejidad parcial que estaba concentrada en ciertos sitios especiales. Con la expansión y generalización de la región de complejidad, el paralelismo y el equilibrio entre las diversas partes del cuerpo se adelantan y perfeccionan.
En todo caso, debemos considerar el desarrollo del organismo vivo, de la complejidad en la parte a la simplicidad en la parte, como una transición o intervalo de transición, que ocurre en el todo desde una forma inferior de integración a una forma superior de integración.
Nótese esto: Un embrión contiene en sí la posibilidad de muchos tipos de organismos. A medida que avanza en su desarrollo, sus posibilidades decrecen. Sus potencialidades morfológicas disminuyen en la medida en que se convierten en formaciones reales. ¿No podríamos ver en esto un desarrollo a la inversa, comenzando en una multiplicidad compleja y terminando en una contraída singularidad de forma? Pero la disminución de posibilidades potenciales que han permanecido latentes en todas las partes elementales del cuerpo embrionario, de modo que ese cuerpo abríase podido convertir en cualquier criatura menos la que es, señala los contornos de su desarrollo a medida que emerge del aire del espacio; entonces empieza su complejidad real, que obliga la perfección del desarrollo y al paso a una integración superior del todo.
Análogamente, podrían hallarse ilusorias y engañosas primacías en el desarrollo de las formas sociales entre los hombres. Por ejemplo, el comunismo primitivo podría hacernos creer que el orden es lo inverso de lo que generalmente creemos: que el comunismo precedió a una economía de individualismo y propiedad privada. Pero las formas primitivas de comunismo denotan simplemente una primacía temporal en la parte de lo que ha de venir en el futuro para el todo, del mismo modo que la temprana complejidad potencial de un embrión es precursora de la posterior complejidad real del organismo maduro. En el desarrollo general de la humanidad, el comunismo es un desarrollo posterior al individualismo y la propiedad privada. Sus principios, en el espíritu y los hechos, crecieron a medida que penetraba en toda la extensión de muestra civilización, a medida que se amplía su aplicación general, hoy bajo innovadoras formas de crecimiento y desarrollo aplicadas con profundas desviaciones populistas y desarrollistas, igualmente parasitarias y transformadoras de otros sistemas, modelos u organismos de primacía con libertad, democracia y justicia. Respecto al mismo asunto, con enfoque diferente. Las ganancias que ofrece una revolución ¿valen los sacrificios que requiere? ¿Construye por lo menos tanto como destruye? Si hacemos estas preguntas, deberíamos concluir que ninguna revolución vale la pena. Medida según patrones morales, comparando pérdida humana y ganancia humana, ninguna de las revoluciones que intentan salvar de la destrucción grandes masas de gente, o liberar naciones de opresores, o instituir el reino del Cielo en la tierra, o salvar la religión o la civilización, o la moralidad misma, podría alegar ante nuestra conciencia ningún título a que le concedamos el derecho de asesinar, saquear, destruir bienes, romper pactos, degradar la democracia, la ética política, derruir el desarrollo político y degradar a la sociedad y la economía por otra del submundo narco condicionada al crimen. Ningún mundo futuro de justicia justificaría la injusticia presente. Debemos comprender, pues, que la revolución saca su derecho de otras fuentes, no morales ni éticas, aunque sus propósitos declarados estén aliados a un falso proceso de cambio bajo la “moralidad revolucionaria democrática y cultural” de su inicial slogan. Puede muy bien ser que su justificación proceda de impulsos estéticos: ira y rencor contra “un orden erróneo”, la rebelión de lo que es bello en el alma humana contra todo lo que es repulsivo en la sociedad. La emoción revolucionaria dilata los límites de la moralidad, ensancha la conciencia hasta excusar, y aun exigir, actos que violan las consideraciones morales y éticas normales en política, en democracia y en justicia. Las revoluciones atestiguan la naturaleza metafísica de la vida, el carácter heroico y sublime de la vida. Permiten a la vida saltar a intervalos más allá de los límites de la moralidad; del contrapesar fardos de virtudes y fardos de pecados; del trazar paralelos entre los factores constructivos y los destructivos, entre los sacrificios y las ganancias. Durante la revolución democrática y cultural, la vida democrática boliviana se yergue como estrella bajo nubarrones de una orden categórica de destruir lo que debe destruirse, cueste lo que cueste. La bolivianidad democrática debe erguirse por encima de la inicial propuesta y la actual calamidad revolucionaria.