
Eduardo Claure
Un mundo que haya sido hecho y se halle gobernado por la técnica científica, sugerirá también a los hombres que en él viven una actitud técnica frente a sus problemas. Hay que saber cómo se hizo y cómo ha de hacerse. Por eso, ante sorpresas desagradables, ante accidentes de empresa y de tráfico, se pregunta uno: ¿qué hay que hacer aquí.? Si son mortales, la participación acaba a menudo con el sobrio diagnóstico: no queda nada que hacer. En contacto continuo con cosas hechas y factibles lleva también a los no técnicos de esta sociedad a la costumbre de ver las cosas tal como son, y a concebirlas desde el aspecto de su factibilidad. Y no es que en lo referente a las cosas dicha actitud sea incorrecta, pero las artes técnicas fallan habitualmente cuando se trata de hombres y de problemas humanos. Frente al amor, al sufrimiento y la muerte, el técnico expedito se siente irritado. Queda sin habla. Enmudece. Le faltan palabras con que declarar su amor, y acude por ello gustosamente a los clichés de películas y revistas ilustradas, y a los consejos por internet de asesoras que le dicen cómo tiene que “hacer eso”. Le faltan palabras con que expresar el dolor y el disgusto, y en los casos de muerte queda tan sólo el mudo apretón de manos; luego, todo sigue como antes. Con las cosas tiene unas relaciones finas, bien formadas, pero en las relaciones humanas se empobrece y sigue siendo infantil.
A comienzos de los años veinte del siglo pasado surgió un nuevo humanismo de la persona y de las relaciones personales. Este humanismo deploró con acerba crítica la “espantosa mecanización del mundo“ y la subsiguiente “soledad del yo” del hombre posmoderno -hoy hipertecnologizado y globalizado-, llevando al redescubrimiento del tú en la filosofía e igualmente en modelos prácticos de una nueva comunidad. La era técnica es la era de la masificación de los hombres en la gran ciudad, de los artículos para las masas de consumo. La sociedad se hace en su administración cada vez más colectivista. Por eso atomiza al hombre y lo aísla. El hombre se hace cada vez más individualista. Sale en silencio de su casa del 3er piso, sin conocer a ninguno de sus vecinos. Conduce en silencio a través del tráfico infernal, encerrado en su coche. Ve a los otros pasar en sus coches, pero no puede hablar con ellos., sino a lo sumo darse a entender haciendo signos con las manos. Durante el trabajo se limita a unas pocas palabras con sus colegas. Al anochecer enciende el televisor y va sintiendo cómo acaba el día sin abrir la boca. Su vida está organizada de tal forma que no puede ya vivirla. Pero, así, su angustia solapada va creciendo. Se siente solitario.
Estas experiencias cotidianas cuentan con una larga tradición filosófica en la comprensión del mundo y del hombre. Descartes, en su metodización del saber, mostró que yo puedo dudar de todo, a excepción de que soy yo el que duda. La auto certeza del hombre dudante y pensante se convierte así en fundamento inconcuso: pienso, luego existo. Pero, en el proceso del pensamiento, la realidad se desdobla en el mundo cognocible de las cosas, y la subjetividad cognoscente del yo. La realidad en la que vive el yo cognocente, pasa a ser el mundo de objetos, al que puede conocérselo y calculárselo. La naturaleza se convierte en mecanismo según la idea de la matemática. El cuerpo vivo se convierte en ese cuerpo físico que yo tengo. Al ponerse el hombre frente a sus mundos, se hace su señor y sujeto. Despierta a su determinación en el instante que puede decir yo, y toma conciencia de detentar esta postura soberana frente a todo lo que es no yo. “Yo soy yo” se convierte así en el canto de júbilo del individuo libre y adulto, que se eleva por encima de toda determinación extraña, procedente de la naturaleza o de la tradición. Es como si la misma divinidad cantara en el yo del hombre su eterno “yo soy el que soy”, dijo Fichte. Y cuando su hijo por vez primera dijo “yo”, Fichte bebió contra sus costumbres una copa de champan.
Ya sin embargo Jacobi objetó contra la metafísica del yo de Fichte: “Sin el tú, el yo es imposible”. Y aun cuando Fichte declarara orgulloso: “Nada me es más insoportable que el ser solamente en otro, para otro y por otro; yo quiero ser y hacerme algo tan sólo para mí y por mí mismo”, con todo percibió y postuló también algo así como el tú del otro: “Honra su libertad, toma con amor sus fines, aseméjate a los tuyos”. Pero, su discípulo Hölderlin fue más lejos que él: hay una “divinidad comunitaria”, y ésa es “la vinculación reconciliadora entre tú y yo”. Finalmente, el socialista Feuerbach esbozó ya en sus Grundsatze der Philosophie der Zukunft aquel personalismo que habría de superar el individualismo del yo solitario: “La verdadera dialéctica no es ningún monologo del pensador solitario consigo mismo, es un diálogo entre tú y yo… La esencia del hombre se contiene únicamente en la comunidad, en la unidad del hombre con el hombre: una unidad, sin embargo, que se apoya tan sólo en la realidad de la diferencia de tú y yo”
Estas consideraciones sobre la estructura personal del hombre deben su origen a una nueva valoración del lenguaje. Federico II von Hohenstaufen pretendió investigar cuál había sido el lenguaje originario del hombre. Hizo que en una casa pusieran juntos unos cuantos niños de pecho huérfanos; ordenó que recibieran todos los cuidados, pero prohibió rigurosamente hablar con ellos. De este modo mostrarían cuál era el lenguaje que espontáneamente irían a producir. Los niños, sin embargo, no empezaron a hablar hebreo, ni griego, ni latín, sino que …murieron. Esta historia quiere decir que el habla no es ningún producto sino un presupuesto de la vida humana. El habla precede al pensamiento. Del lenguaje se genera la autoconciencia. La autoconciencia le precede a la conciencia del tú.
Este modesto ejercicio de filosofía elemental, debiera ser consejo considerado, asumido y practicado por quienes jugando a hacer política seria -en sus campañas que ya han iniciado- se miren en los otros, en la colectividad, los ciudadanos, el soberano a quién pedirán sus votos, y sin el cual no son nada. Deben reinventar su lenguaje y verse en los ciudadanos en los otros, como a sí mismos. En esa empatía complementaria y simbiótica, se podrá recuperar la democracia y Bolivia pluri multi y diversa, con nueva visión país. No sea que mueran como los niños de pecho huérfanos de Federico II von Hohenstaufen…sin articular palabras y menos lenguaje; que es lo que hoy precisamente necesitan hoy los bolivianos, todos.