martes, marzo 21, 2023
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Materia azul en descomposición, y no es fábula


Eduardo Claure

No es necesario aceptar en todos sus términos la provocativa definición de Maurice Duverger: “la guerra civil continuada por otros medios”, para reconocer que la política es un instrumento dirigido a canalizar las situaciones de conflicto en una sociedad a través del empleo del mínimo posible de fuerza. Esta exclusión paulatina de la violencia se consiguió en primer lugar en “la antigüedad”, reglamentando y limitando su empleo a través de combates singulares o “treguas de Dios”, y sustituyéndose en una segunda etapa, ya en la modernidad, las formas más brutales de confrontación por modalidades violentas más “civilizadas”: desde el motín del hambre, la masacre indiscriminada o la ejecución pública hasta la huelga, la represión selectiva y la prisión. En última instancia, la política debe eliminar completamente la violencia física, reemplazándola por otras formas de combate más ritualizadas: batallas electorales, debates parlamentarios, discusiones en comisión, etc. En las propuestas teóricas de la corriente funcionalista clásica, la política y la violencia aparecen como términos incompatibles, ya que, en su finalidad, aquélla tiende a excluir a ésta mediante la organización y la canalización de la acción a través de la “encapsulación” de los conflictos en procedimientos. La política debiera emplear algún tipo de fuerza, no la violencia. Sin embargo, en la práctica y en el pasado como en la actualidad, no resulta tan sencillo disociar la violencia de toda acción política. Ésta fundamenta una gran parte de sus medios de intervención en la negociación y la persuasión, pero muy al contrario en la actualidad en una “democracia participativa” sino, “directa”, aparece más al contrario, repleta de demostraciones de fuerza potencialmente violentas, como son las incitaciones, las presiones, las amenazas, los excesos verbales, las demostraciones masivas basadas en la intimidación por el número o las violencias subliminales, hasta las acciones directas y violentas, como las recientemente causadas por evistas contra arcistas, lo que muestra la putrefacción del incivilizado MAS-IPSP.

La crisis de Estado en Bolivia adquiere características cada vez más amenazantes, impulsado particularmente por la ineptitud que evidencia el gobierno actual. La crisis política y gubernamental ha demostrado una vez más, esta vez con contundencia, el vacío de poder y el proceso de descomposición en el que se encuentra sumergido el Estado Plurinacional. La situación actual es resultado de largos años de desgobierno y corrupción impune entre la elite política y empresarial del partido único y los nuevos ricos “empresariales” adheridos al poder de turno. A ello se suma su evidente desinterés en asumir la responsabilidad que implica la función de liderazgo y conducción del Estado, dos elementos fundamentales en política para hacer gestión del desarrollo, algo desconocido por los repetidores de consignas de un proceso de cambio absolutamente inexistente, manifestando así, su despótica incompetencia para afrontar los principales desafíos del país, demostrándose así un Estado Plurinacional, fracasado, definitivamente, en términos conceptuales, de aquella sentencia que “en quince años seremos como Suiza”, obviamente bajo “la economía blindada”, que, como añadido, se cae a pedazos, volviendo al imaginario popular el mal recuerdo de la “crisis naranja” del 85 o UDP, y el temor de la llegada de una “crisis azul” o una UDP II. Ya no hay dólares, no hay commodities…

Lamentablemente las esperanzas democráticas se frustraron una vez más. Nuevamente, es la elite política la que genera una situación extremadamente crítica, esta vez ya muy cerca de un clima de anarquía generalizada por sectores del Pacto de Unidad que empiezan a enfrentarse con “violencia didáctica”: golpizas a oponentes arcistas efectuadas por evistas. El Estado como botín, consigna de la clase política azul, como sensación popular que se fue conformando desde el 2006 en vastos sectores de la población bautizada como indígena originaria campesina y reserva moral de la humanidad, ha resultado en un elevado porcentaje de reprobación de la democracia como sistema político estable y eficiente, que, como nunca, ha estado tan elevado entre la población boliviana. Es decir, responsable de esta situación es una política del gobierno incapaz de establecer un rumbo a la gestión estatal, exclusivamente orientado de manera reactiva al cortoplacismo, sin visión para el país, pero a la vez exhibiendo una corrupción impune en todos los niveles de la administración. Adicionalmente, la numerosa “familia” del presidente -allegados leales, entorno palaciego, “hermanos”, ostentan en los dieciséis años transcurridos, un hambre insaciable en la apropiación de bienes públicos y, tildándolos la población, como autores de una “política de mugre”, refiriéndose a la “fauna política” nacional, donde “mediocridad y corrupción” es la marca de fábrica de los Poderes de Estado Plurinacional.

En este escenario de año preelectoral nacional, están presentes las opciones violentas que surgen en estas circunstancias casi de manera instantánea, y que, desde el margen del panorama político buscan ocupar el vacío de poder partidario, toda vez que el jefazo, luego de su huida y retorno -nada triunfal como esperaba- se vio azorado por no tener la receptividad soñada y, más bien se encontró con una resistencia traducida en silletazos, a los que se ha respondido con violencia radical contra “antiguos leales militantes”, que muestra el original odio hacia los “hermanos” del pasado, si bien esas reacciones son al interior, al exterior del partido, el ensañamiento a quienes son oposición, la crueldad y violencia judicial, tiene las mismas características. La aplicación abusiva o indiscriminada de la violencia puede causar efectos contraproducentes, como la represión desproporcionada o incluso el establecimiento de un régimen de terror. En no pocos casos, la violencia no ha favorecido, sino que ha deshecho las posibilidades de crecimiento y la capacidad reivindicativa de un movimiento políticosocial, cuando la escalada de violencia provocada por un sector del mismo ha superado los limites permitidos por el Estado y por un sector significativo de la sociedad. En estas condiciones, el uso de la violencia ha justificado y legitimado una represión indiscriminada y abusiva sobre la propia organización política en su conjunto, hoy dividida. Por eso, la violencia política al interior del MAS-IPSP, está poniendo en juego la opción o señal del “todo o nada” o la “guerra total”, por el poder.

El acelerado proceso de descomposición del Estado boliviano queda reflejado en aquellos incidentes violentos en Huanuni, apenas asumieron el poder en 2006, no era algo irrisorio y hasta surrealistas, por cierto, pero que evidenciaron la peligrosa dirección en la que se estaba encaminando la forma de control político que se mostraría más adelante con el Hotel Las Américas o el TIPNIS -solo como ejemplos de los centenares que se fueron dando- hasta el presente. Si bien es cierto, que todavía no han surgido nuevos proyectos violentos organizados con envergadura como las movilizaciones del Mallku el 2002 y 2003, aparejadas a la “Guerra del Agua” y la “Guerra del Gas” o el pretendido “Cerco a La Paz”, sí, se ha creado en estos últimos meses un clima general de violencia en el país, desde lo sucedido con ADEPCOCA y sus dirigentes, hasta el papel triste y ridículo que asumió el gobierno durante los episodios en pueblos del norte potosino, escenario del cuasi asesinato del secretario de culturas del municipio de Uncia y de su familia, por una banda de su adversario, en presencia de casi todo el pueblo, cuando al final, un representante del gobierno “folcloriza” el cuasi o intento de homicidio como medio de disputa aceptable y parte de un Tinku..!!

Efectivamente, el escenario no brinda perspectivas de color rosa, por lo menos a corto plazo hasta las elecciones presidenciales en 2025. Más bien, por el momento la descomposición del Estado Plurinacional parece plasmarse en la proliferación de la irresponsabilidad y prepotencia como conducta generalizada que caracteriza el día a día en el espacio público político. Los linchamientos de “oponentes” es un espectáculo horroroso y son un vivo ejemplo que confirma el potencial de violencia disponible frente a la inoperatividad de los constructores del Estado Plurinacional. Se vive un clima de anarquía generalizada al interior del partido en función de gobierno a partir de las severas señales del desmoronamiento estatal y gubernamental.

Surge entonces la necesidad de concentrar el poder social o sociedad civil organizada y partidario “democrático” (digamos clase política) que busque construir una relación socio-política estable y equitativa con miras a llegar a las elecciones del 2025. De este modo, la participación no se limite al funcionamiento de un aparato dinámico del sistema político coyuntural electoral, sino pasar a tener como objetivo fundamental el control político democrático para el 2026-2030. En la llamada democracia boliviana se privilegian los mecanismos de control político antes que la construcción de canales de participación, la clase política democrática -residual-, debe pensar y obrar en esta dirección. Finalmente, concluyamos que las luchas democráticas, en este contexto crítico boliviano, no se resuelven, entonces, exclusivamente en una discusión parlamentaria en la ALP, o, inter partidaria que pretenda perfeccionar una ley electoral, resolver el Padrón Electoral, redistribución de la representación política de nuevas definiciones en circunscripciones electorales, etc., obviamente, no menos importantes. Es una tarea de gran envergadura que debe emprenderse conquistando cada rincón y peldaño de la vida social y política del país, y particularmente, enfrentando los cambios estructurales regresivos que propició la economía neoliberal y capitalista del malhadado proceso de cambio. ¡Políticos, tienen tarea…!

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